CÓMO CONOCÍ A MUNCH
- edwino54
- 2 sept 2020
- 13 Min. de lectura
Actualizado: 26 ago 2021
Al inicio de la primavera de 1985 residíamos en Milán con mi esposa L. Yo trabajaba en el Pastaio del Vecchio Mulino y ella, L. se encontraba en una situación de incertidumbre producida por el alejamiento de nuestra natal Colombia y no tenía mucha actividad: solamente estudiaba italiano y ocasionalmente iba a Como a ayudar con temas logísticos en el Autunno Musicale. ¡El tiempo le sobraba para la nostalgia y el dolor que produce la lejanía de toda la familia y la inactividad!
Era usual que hacia la una de la tarde nos encontráramos para almorzar en una trattoria en la esquina del Pastaio, al frente del imponente edificio del Emporio Armani. Ese día llegó radiante, con una sonrisa de oreja a oreja, y sin más ni más me soltó:
—Acabo de ver una exposición espectacular en el Palazzo Reale.
Sin mucho entusiasmo le respondí:
—¿El que queda en la plaza del Duomo?
—Sí —me dijo—, una exposición de Munch.
—¿De quién? —dije con la habitual arrogancia del que todo lo sabe, pero nada conoce—. ¿De Munch? — repetí con sorna.
—Sí, Munch, un pintor noruego. Es bellísima la exposición: ¡tiene unos oleos de paisajes y retratos de un colorido que te va a encantar!
—Puede ser —respondí—, pero no tengo tiempo en estos días. Además, no debe ser tan bueno: yo no lo he oído mencionar jamás. En Noruega hay un escultor muy bueno que se llama Vigeland y tiene un parque con sus esculturas en Oslo.
Ese día almorzamos unos deliciosos espaguetis con zuquinis y berenjenas y, como era la norma, a pesar de que era medio día, lo bañamos con medio litro de vino Barbera de la casa.
No volvimos a comentar el tema hasta la siguiente noche cuando L. me insistió:
—¿Cuándo vas a sacar tiempo para que vayamos a la exposición? ¡De verdad vale la pena y te va a gustar!
—Vamos a ver -fue mi lacónica respuesta, hay muchas cosas en estos días. Estamos preparado un evento con el Chef Buonasissi. No creo que pueda sacar tiempo.
Una semana después L. volvió al ataque:
—La exposición la quitan en diez días. Hoy pasé por el Duomo y no aguante las ganas y volví a verla. Me pareció todavía mejor. Entre otras, hay un cuadro que se llama Madonna que sé que te va a fascinar. ¡Programemos para ir!

Resignando ante la insistencia debí aceptar la propuesta y le dije que fuéramos a los dos días, el miércoles a mediodía después de su clase de italiano para así aprovechar para ir a comer panzerotti en Vía Luini, que, de paso, son los mejores panzerotti de Milán y, tal vez, de Italia.
La mañana de ese miércoles acordamos encontrarnos en la Gallería Vittorio Emanuele para ir primero a almorzar los deliciosos panzerotti. Antes de la una de la tarde salí caminando hacia nuestro sitio de encuentro. A lo largo de la vía Dante pensaba en lo inútil de esta visita, pero me consolaba con los panzerotti que íbamos a degustar acompañados de una Peroni helada, aprovechando que ese inicio de primavera ya presagiaba un verano calcinante.
Nos encontramos en la esquina de la Ricordi y nos encaminamos entre los pórticos a Luini, en donde, afortunadamente, la cola consuetudinaria no era tan larga. Decidimos pedir dos panzerotti para cada uno con su respectiva cerveza. Mi actitud debía denotar el poco deseo de entrar a la exposición de un ilustre desconocido en una jornada en que podíamos disfrutar de los primeros calores primaverales. Pero el plan estaba hecho y no había vuelta atrás. Así que flanqueamos el costado del Duomo y giramos hacia el otro costado de la plaza. Afortunadamente L. había ya comprado las boletas de ingreso, por lo que pudimos entrar sin mucha demora.
Inmediatamente nos enfrentamos a un dédalo de corredores donde se exhibían sin mayores indicaciones las obras del famoso pintor noruego. Y allí el desencanto se evaporó y empezó a volverse sorpresa, emoción pura. Pasé de un estado de sopor vigilante causado por la Peroni a uno de intensa emoción. Los colores y las imágenes empezaron a penetrar mi cerebro, a generar sensaciones, recuerdos que no lograba aferrar, vínculos desconocidos, dolor, muerte, desolación, pero, además, belleza infinita, amor y afecto reflejados en las miradas de los protagonistas.

Autoretrato, 1882.
Lo primero que vi fue a un adolescente: un Autorretrato de Munch cuando tenía 19 años. Mira de frente y desafiante al espectador, aunque, tal vez, el desafío es para él mismo. Es el inicio del método que Munch empleo toda la vida para reconocerse, para reafirmar su identidad, para valorase y valorar su mirada del mundo: el autorretrato, su mirada hacia dentro para entender lo que hay allá afuera. Ese autorretrato en tonos castaños, casi se podría decir en colores tierras de Siena, me impactó porque era casi un reflejo de mí mismo, de la curiosidad con que en esos años posteriores al 68 mirábamos el mundo con expectativas y, a la vez, con ensoñación. Ese extraño efecto de un autorretrato del pintor que a la vez es el reflejo de un autorretrato del espectador, abrió la novedosa óptica que me permitió enfrentar toda la exposición.

Chica encendiendo una estufa, 1883.
Al pasar el retrato de su hermana en tonos pasteles, en las obras sucesivas irrumpe de modo apremiante el color: la paleta de Munch se llena enseguida de contrastes rojos y verdes que, sin una lógica “realista” se mezclan y dan profundidad a las figuras. Su pincelada, a la vez que se hace incierta, detalla cuidadosamente personajes y paisajes con una técnica que desde el inicio hace sospechar de su maestría en el uso del pastel, que combinará con el óleo a lo largo de toda su obra.

Alrededor de la mesa de Café, 1883.
Y además el blanco. El blanco puro, disperso en manchas aquí y allá, pero presentes, captando la luz del ambiente y transmitiendo tranquilidad en cuadros como Alrededor de la mesa de caféo El hermano Andreas lee en el sofá.

El hermano Andreas lee en el sofá, 1883.
Ya en ese momento L. confirmó que había tenido razón: Munch no solo me iba a gustar, sino que me iba a apasionar y se convertiría en un hito en nuestras vidas, una experiencia que nos marcaría para siempre. Desde ese momento empezaría una larga carrera que aún no ha terminado para entender la complejidad de la obra de Munch, para tratar de descifrar el toque mágico de su pintura en sus diferentes facetas y momentos.
Pero no nos adelantemos, sigamos reviviendo el recuerdo de ese viaje tortuoso a través de las obras de Munch. Y digo tortuoso porque cada obra era un golpe, una emoción o, incluso, una grieta que se abría bajos los pies cuando de repente aparecía una seguidilla de obras: En el lecho de la muerte: Fiebre, La madre muerta, La muerte en la habitación de la enferma (dos versiones). Mi mente trataba de digerir toda la información de este nuevo desconocido: ¿Qué le pasó a Munch? ¿Cómo fue su vida? ¿Murieron su madre y su hermana? ¿Pinta para mitigar el dolor? ¿Se regodea en la muerte? ¿La evanescencia de estas pinturas significa el tránsito entre la vida y la muerte? ¿Cómo un pintor puede mostrar su tragedia de un modo tan crudo, distante y objetivo a la vez?

En el lecho de la muerte: Fiebre, 1893.

La madre muerta, 1893.

La muerte en la habitación de la enferma, 1893.
Ya en este punto, y sólo después de 20 obras, me debatía entre la euforia del descubrimiento y la angustia de las historias que narran los cuadros del joven Munch. Sin hablar de su técnica siempre cambiante que huye de cualquier intento de análisis y esquematización: qué gran pintor, qué gran retratista, qué gran dibujante, qué gran colorista. ¿Todas las anteriores? ¿Ninguna?
¿Pero sí? No, tal vez a esta nueva obra que aparece no es aplicable ninguno de los calificativos anteriores: Noche en Saint-Cloud, un cuarto oscuro en donde a duras penas se percibe un perfil de un hombre fumando. Ah, ¡pero la luz que entra por la ventana! ¿Qué es? ¿Es Rembrandt o Veermer? ¿Son los claroscuros de Caravaggio? ¿Cómo entender esta obra? ¿En qué lenguajes y conocimientos de la historia de la pintura abrevó su técnica Munch? ¿Quién es este pintor, hasta hace media hora un absoluto desconocido, que conmueve y remueve mis más profundos sentimientos con sus imágenes? ¿Sus pinturas son arcanos simbólicos o representaciones de la realidad?

Noche en Saint-Cloud, 1893.
Y de pronto, sin previo aviso y, obviamente, sin preparación emocional debido al desconocimiento del autor ya varias veces manifestado, me choco en este camino contra una pintura que me aterroriza y atrae simultáneamente: El Grito, en su versión al óleo de 1893.

El Grito, 1893.
¿Qué pensé esa primera vez que lo vi? Sin lugar a duda, sentí espanto y angustia, y lo asocié inmediatamente, quién sabe basado en qué imagen de mi infancia, a las bombas de Hiroshima y Nagasaki: ¡ese grito desolado y desolador producido por una lluvia nuclear, ese hongo que se puede fácilmente intuir, que se aproxima casi imperceptiblemente al protagonista del drama humano, este ser ya distorsionado, ondulante por el efecto de la ola expansiva de la explosión! Pero claramente un segundo después la racionalidad se impuso y el anacronismo se hizo evidente: en 1893 la bomba atómica estaba lejos de ser creada y lanzada contra el pueblo japonés. Entonces, claramente, una vez más, todo estaba en la mente del espectador, es decir, en mi mente. Eso tal vez es lo poderoso del arte: la capacidad de crear percepciones y sensaciones más allá de la intención explícita del autor, esa capacidad del creador de transformar, ahora sí lo veo claro, realidades en símbolos que van más allá del espacio geográfico y temporal de los espectadores.
Después, con los años, vendrán muchas interpretaciones: análisis sobre el uso de las diagonales que crean la perspectiva del cuadro y sobre la pareja de amigos que caminan con total sosiego, aislados del drama, hacia un atardecer nórdico tornasolado (seguramente una experiencia bastante cotidiana y normal en esas latitudes), lo cual obliga a centrar el drama en el personaje que nos mira, comunicándonos su angustia. Todo eso y mucho más está presente en El Grito. Pero ese primer impacto, esa primera mirada frente a frente, a cuatro ojos, no se olvida jamás. Y aunque coincido con los historiadores y críticos que afirman que Munch no es El Grito, considero que esta obra es fundamental para entender cómo Munch veía el mundo, lo transformaba e interpretaba, aun antes de que tuviera síntomas de un posible trastorno psíquico.
Pero las emociones estaban solamente empezando. Y, como sucede cuando se hace un análisis cronológico de la obra de Munch, cuando ya empezaba a esperar algo, me cambiaba el ritmo, las texturas, cambiaba el mismo terminado de las obras y tenía que empezar otra vez a tratar de descifrar su obra y sus mensajes.
Surgen imágenes si no idílicas, sí más tranquilas: Noche de verano: Noche de verano: la voz, y Rojo y blanco, donde reaparece el maravilloso blanco de Munch que impacta por su intensidad y nitidez, en un apacible claro de luna, reflejado sobre el mar.

Noche de verano: la voz, 1893.

Rojo y blanco, 1899-1900.
Y de pronto, nuevamente, no es esta vez un sobresalto, sino una aparición: ¡¡Madonna!!

Madonna, 1894.
¿Qué se puede exclamar en ese momento, estando a 20 metros de la Madunina dorada del Duomo de Milán?: ¡Madonna santa! Es decir, quedarse corto de palabras es poco. Ya L. me lo había anunciado y había sido uno de sus argumentos para convencerme de “perder” mi tiempo en esta exposición. Pero Madonna superaba las expectativas. ¿Por qué? Desde mi primera infancia mi casa y la de mis abuelos estaban llenas de desnudos: las barequeras, mujeres del trópico que desnudas extraían el oro aluvional. El desnudo no era algo que me impactara en una obra de arte. Pero la belleza desafiante, abierta y sensual que denota su rostro era en cierta medida un reto, incluso para un ateo con sólidas bases judeocristianas. Era una herejía, no en términos religiosos, sino en términos de la iconografía, de la representación. No solo el desnudo, no solo la actitud. Era el halo de colores que casi encandelillaba, transmitía un poder cósmico en una figura de mujer humana, real, sensual y provocadora de deseos para nada cristianos. Y coronada, no ya con la aureola de las santas, sino con una boina roja de difícil interpretación, tal vez, signo de emancipación, pero que, de todas formas, acentuaba el sentido mundano de la figura.
En ese momento experimenté por primera vez en la vida el mareo de exceso de belleza. No sé si ese síndrome existe, pero habría que nombrarlo y definirlo. Es un estado de intoxicación emocional por haber estado expuesto en un breve periodo de tiempo a obras de arte indudablemente bellas que, por su naturaleza, remueven todo tu ser. Ponen en duda lo que conoces y lo que has visto y, aunque quieres ver más, estás a punto de un colapso senso-emocional.
Pero en este caso faltaba más, ¡faltaba mucho más! ¡No había tiempo para descansar y ya no se podía huir, no había marcha atrás!
Otro breve reposo, si se puede llamar así, me condujo a la obra Los Ojos en los Ojos, en la que una joven pareja, una mujer vampiro y su amante-víctima, se miran y expresan, al mismo tiempo, deseo y resignación.

Los ojos en los ojos, 1899-1900.
Pero inmediatamente después, me encontré nuevamente con las emociones producidas por El Grito, en la obra Ansiedad.

Ansiedad, 1894.
Es el mismo cielo de El Grito, pero en esta obra todos los protagonistas miran directamente al espectador. Ya no hay dudas: todos están involucrados en el drama del cual son partícipes. Todos miran al espectador y, en su momento, miraban al pintor, a Munch: ¿se sentía criticado o atacado? ¿Ya se sentía cuestionado por su inestabilidad mental y su falta de cordura? Pero, regresando a Ansiedad y comparando este cielo con el de El Grito, se tiene la sensación de que, más que un hongo atómico, es un meteorito que cruza con su estela el firmamento, dejando a su paso el horror que expresan los ojos desorbitados de los paseantes, que huyen tal vez de sí mismos. A lo lejos, la intensidad del cielo se refleja en el fiordo de Cristianía, sumergiendo la silueta de dos barcos.
Prosiguiendo el recorrido, aparece un Retrato de Stanisław Przybyszewski, Casi un regreso a sus primeros cuadros, ocres y sienas, y el blanco característico de los cuellos de las camisas de Munch. Personaje aparentemente común, a mis ojos de ignorante, podría ser un amigo más o menos anónimo.

Retrato de Stanisław Przybyszewski,1895.
Pero inmediatamente después hay otro retrato de Stanisław que enciende peligrosamente las antenas de la curiosidad: Stanisław Przybyszewski con un brazo de esqueleto.

Stanisław Przybyszewski con un brazo de esqueleto,1894.
Muchos años después encontré la lógica de esta escena, pero esa es otra historia. Lo importante aquí es resaltar como Munch llena sus obras de signos y símbolos que no son simples licencias poéticas, sino indicadores, como siempre, de dramas y tragedias.
Pero si con las anteriores obras hay cierta ambigüedad en su interpretación, la siguiente no deja dudas de lo que está viviendo el pintor en ese momento. Es el Autorretrato en el Infierno.

Autorretrato en el Infierno, 1903.
¿Por qué un pintor se pinta a sí mismo en medio de las llamas del infierno? ¿Por qué un joven de 22 años que ya ha pasado por la muerte de su madre y de su hermana, que empieza a tener un incipiente éxito en su oficio rodeado de mujeres que lo admiran y de amigos con los cuales comparte la visión de un nuevo mundo, se envía al averno? ¿Cuáles pecados cree que merece pagar? ¿En qué círculo del infierno se incluyó?
Estas eran preguntas que en ese momento no podían tener ninguna respuesta. Tuve que profundizar con el paso del tiempo y múltiples lecturas en la vida y amoríos, venturas y desventuras, enfermedades físicas y mentales del pintor para lograr entender lo que podía estar pasando por su mente en ese momento de su vida. ¡Es posible que Munch fuera ya consciente de sus procesos mentales, de su falta de control, de su alcoholismo, de sus intrínsecas insatisfacciones que lo llevarían a un devenir tormentoso como en el cielo de El Grito o de Ansiedad!
A partir de allí se fueron desgranando las demás obras. Ya el daño estaba hecho. Cada una de ellas reafirmaba mi gusto por la obra de aquel pintor del cual conocía muy poco e iba desvelando nuevos episodios de su vida y los nuevos desarrollos de su técnica pictórica y de los cambios temporales o permanentes en su modo de enfocar la realidad.
La Niña Enferma, 1896: una niña enferma en una gran poltrona cubre sus piernas con una manta verde y mira a su madre con profunda serenidad. Es una “Pietà” inversa. No es la madre que mira a su hijo moribundo, es la hija que, anticipando su inminente muerte, mira a su madre con compasión y la tranquiliza con un gesto que transmite su paz interior.

La Niña Enferma,1896 (?).
Esa noche, en medio a la euforia, L. y yo seguimos intercambiando ideas, sensaciones, sentimientos. Unas tagliatelle al chocolate con salsa de nueces estimulaban la conversación, y el vino decantaba las ideas, amalgamando nuestra conversación de tal modo que no recuerdo quién dijo qué porque las ideas nos atropellaban y cada cual quería compartir su experiencia.
Por eso debo dejar consignado en un orden caótico lo que hablamos esa noche.
L. empezó reflexionado sobre qué tipo de vínculo tendría con las mujeres, cuánta violencia habría en su vida y en sus relaciones. Esto resultó ser acertado, ya que más tarde descubrimos que fue un aspecto complicado en su vida, primero, por la difícil relación con un padre violento y, después, porque en sus relaciones siempre hubo componentes de agresiones mutuas, armas, heridas, ¡hasta llegar a situaciones de suicidio de sus ex-parejas!
Yo hablaba de los paisajes, los fiordos noruegos siempre presentes en todos los matices y colores. Atardeceres intensos, el siempre presente reflejo de la luna, aguas tornasoladas que rodean una isla y piedras inverosímiles en playas desiertas.
L. me hacía regresar a los aspectos íntimos de los cuadros. “¿Y las figuras del Beso no son muy extrañas?”, me preguntó, o, mejor aún, se preguntaba a sí misma, con la mente puesta en el recuerdo de la pintura. “Sí”, le respondí, “esas figuras apasionadas, pero a la vez tenebrosas y sin rostros, en una oscuridad casi completa, son espeluznantes”. Solo la luz de la ventana da un poco de movimiento y calor a los amantes.

El Beso,1897.
Pero sobre todo me sorprende el contraste de esta obra con el Metabolismo, 1899. ¿Son Adán y Eva? ¿Es el Árbol del Bien y del Mal? ¿O es el árbol de la Vida que se alimenta de los restos de Abel y de la quijada del burro que usó Caín para matarlo? ¡Es la expresión del temprano destino de la humanidad: matarnos los unos a los otros! Cristo trató de enmendar la situación con el “Amaos los unos a los otros”, ¡pero no lo logró!

Metabolismo, 1899.
Así conocí a Munch. Y, como lo he mencionado, esta historia no acabó allí: solamente inició un incansable estudio de su vida y su obra, y, sobre todo, el disfrute permanente de sus pinturas.
To be continued....
Nota 1: las fechas de las obras son las indicadas por el Catalogo Munch y el Museo Munch de Oslo. Muchas veces estas no coinciden con las indicadas en el Catalogo de la exposición realizada en en Palazzo Reale de Milán entre el 4 de diciembre de 1985 y el 16 de marzo de 1986.
Nota 2: las fotos de las obras son de propiedad del Museo Munch de Oslo y son utilizadas en el texto con fines ilustrativos y educativos.
Notas 3: la foto del Duomo de Milán pertenece al archivo particular del Autor.
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